Esa tarde reapareció el duende en las cumbres. Sairi y Sofía jugaban con las arañas, cuando llegaron de la ciudad Amanda y Manuela, emocionadas a encontrarse con sus amigos. La alegría de esos hermosos rostros reflejaba por sus ojos el paisaje del lugar; un paisaje salpicado de sonidos, enmarcado en el silencio de las montañas de La Pintera.
El aroma impregnado de libertad atrapaba a niños y adultos. Unos y otros se dedicaban, con gran responsabilidad, a disfrutar de la vida. De ellos sólo los corazones nobles volverían a encontrarse con el duende de las cumbres, ese duende que por las noches carga con energía creadora el espíritu de propios y visitantes.
En una pequeña explanada, como expuesta sobre la paleta de un artista, las carpas, dispuestas en círculo, se van abriendo con la noche para tragarse a hombres y mujeres paridores de sueño. Los perros de Sandra saludan con sus colas, London muestra sus ojos de perro amigo y las morochas, con su hospitalidad, nos recuerdan a Moncho, mientras la luna enfría el manantial.
Jesús Mercado