En aquellos días, la vida de un niño de Canoabo no era distinta a la de hoy.
La rutina de Vicentico pasaba por levantarse, con la primera luz del día, para ayudar a mamá con las gallinas, recoger los huevos para preparar el desayuno y llevar las bestias a comer; de allí al baño y a la escuela, hasta terminar la mañana. Después del almuerzo, Vicentico cumplía con las labores del colegio y subía a La Pintera a encontrarse con sus amigos.
Siempre contaba de sus aventuras y, claro, pocos le creían. Y quién se cree que un niño puede volar durante horas o nadar durante tardes enteras debajo del agua, perseguir a otro jugando El Paralizado, brincando de árbol en árbol, o quedarse suspendido durante algunos minutos en el aire para libar el néctar de las flores... Éstas eran las tardes mágicas de aquel pequeño niño, cuyas historias, más que inventadas, parecían haber salido de un cuento de hadas.
Cuando subía, él siempre se aseguraba que nadie le siguiera, ésta era la forma de mantener su secreto. En la orilla del río, un cardumen de carpas lo recibían con una fiesta, las paraulatas ponían la música y el baile corría por cuenta de las avispas y las abejas, los pericos no paraban de hablar en esta reunión y el picaflor libaba néctar hasta embriagarse.
Éstos eran los amigos de Vicente, que todas las tardes tenían maravillosos encuentros allí donde el silencio escondía felices momentos.
David Tovar